Morir por la patria

 

Morir por la patria

PRIMERA PARTE 

Mariano, libreta militar en mano, lanzó un suspiro y contempló con aire solemne la mole de concreto y vidrio de la Dirección General de Personal, en La Punta, Callao. Hundiendo las manos en los bolsillos del pantalón salieron de aquellas instalaciones. La certeza de haber terminado el servicio militar obligatorio hizo que en su rostro se dibujara una sonrisa aviesa.

Antes de torcer por una esquina divisó una silueta que le llamó la atención sobremanera. Aquella descomunal cabeza solo podia ser la de alguien a quien tenia en gran estima.

—¡Ea, deténgase! —exclamó acelerando el paso.

Plantándose frente a él, entornó los ojos. No esperó ver aquella cicatriz en la frente, semejante a un surco que atravesaba esa piel cetrina.

—¡Ea, Gonzalo! Pero ¿qué te pasó? Si parece que un tren hubiera pasado por tu encima.

Gonzalo bajó la mirada y, por un instante, se quedó en silencio. Luego abrió la boca, pero las palabras no brotaban; como si ver a Mariano le provocara un letargo incomodo.

—Vamos, hombre, dime algo. ¿O te comieron la lengua los tucos?

—¿Mariano?

—¿Pues quién sino yo? Y, finalmente, somos libres —exclamó Mariano agitando la libreta militar que asomaba perfectamente doblada.

—Bueno, pues, sí. Ya era hora que acabara todo esto. ¡Carajo! No era vida, sino muerte.

—¿Muerte? … Es poco.

En plena esquina, cuando el semáforo les favoreció en verde, cruzaron la pista y, antes de llegar al paradero, Gonzalo Simeón dijo:

—¡Un par de chelas, promoción! Después de tanto tiempo sin vernos, es justo, ¿no lo crees?

—Pero, ¿dónde?

A esa media mañana, el sol chalaco se preparó a calentar el día de quienes acudían a la playa, a disfrutar de esas aguas mansas que reventaban en la orilla.

Siguieron caminando por la vereda y, entre broma y broma, buscaron una cantina. Unas paredes pintadas con los rostros pensativos de Héctor Lavoe y Tito Puente les hacía saber de la devoción de los pobladores por esos cantantes salseros.

—¡Después de tanto tiempo volveré a tomar una chela! —dijo Gonzalo antes de atravesar el portón de madera, de hojas altas y despintadas por el salitre y el sereno de la noche.

Mariano dio una rápida mirada. Desde la acera, la cantina se vio en la penumbra. En silencio, avanzaron en medio de mesas y sillas hasta elegir un lugar ubicado al fondo, cerca del mostrador y de un altillo de madera.

Las paredes de quincha, embarradas con cemento y pintadas de color crema, disimulaban muy bien su antigüedad. Apenas se sentó, apareció un hombre de no muy avanzada edad, pero de pelo cano.

—¿Qué van a servirse? — preguntó con cara de pocos amigos.

—Un par de Pilsen bien “helenas”.

El hombre, apenas escuchó la orden, asintió con la cabeza y avanzó por entre las mesas, perdiéndose detrás del mostrador. Mariano arrojó una mueca de disgusto al ver las cajas de cerveza y gaseosas apiladas al costado de una vieja refrigeradora que tenía pegado en la puerta un almanaque con la foto de una mujer desnuda. Sin embargo, aquella cicatriz como oruga escamosa reptando por la frente de Gonzalo era lo que más le llamaba la atención. ¿Qué diantres pudo haberle sucedido? —pensó antes de ver cómo el encargado vino con las dos cervezas.

—¿Las destapo las dos? —exclamó mostrándoles el destapador de metal oxidado.

—Primero una, y la otra te la cambiamos si es que se calienta —dijo Gonzalo.

El encargado, mostrando una mueca, asintió nuevamente con la cabeza. A Mariano se le hizo agua la boca al ver las pequeñas burbujas que acababan perdiéndose en el cuello de la botella.

—¿Quién iba a pensar que saldríamos de esto? —dijo Gonzalo al tiempo que servía su vaso hasta la mitad—. ¡Salud por este encuentro!

—¡Salud, por la libertad! —dijo Mariano.

Después de pasar la cerveza helada, Gonzalo dijo:

—¡Por fin se acabó esta vida de perros! ¿Eso no te pone contento acaso?

—Sí, hombre... —agregó Mariano, con un gesto de tranquilidad y sosiego al estar ahí.

—¿Te acuerdas de Guilligan? Era buena gente, pero medio cojudo —dijo Gonzalo, mientras llenaba el vaso.

—Sí, estoy de acuerdo. ¿Qué será de su vida, ahora que ya no somos nada?

Gonzalo se mordió los labios ante esa pregunta descarnada. ¿Acaso habían ganado algo durante el tiempo de servicio? Quiso llevarse la mano a la frente que le quemaba en demasía. Recordó el misterioso efecto de aquella cicatriz cuando tomó licor de cualquier clase. Como si su piel se hubiera constreñido provocándole una quemazón ya veces dolor. Tratando de disimular el fastidio que lo aquejaba, exclamó:

—No pienses cojudeces, lo importante es que ya estamos de baja. ¡Libres! Como dice el Himno Nacional que tantas veces hemos cantado. ¿Te acuerdas cuando cantábamos todos los días, tarde y mañana?

—Sí, pues. Tienes razón —asintió Mariano.

—Pero, ¿quién ve eso? ¿Quién te da las gracias por lo que ha hecho por tu patria? Nadie. Solo te joden la vida, nada más. Y así quedas, jodido para siempre. Si han pasado más de dos años y medio, y aún siguen en mi mente esos castigos. ¿Te acuerdas, cuando entramos acá no más, a la vuelta? —dijo Gonzalo.

—¿Te refieres al Club de cabos y marineros de Chucuito?

—¡Claro pues, promoción! Ese día, sí fue un día e'mierda. No comimos en todo el día. Ni siquiera agua tomamos… ¡Fue una huevada! Ni me imaginé lo que iba a pasar, si no hubiera probado alguna vez un pan solo o un emoliente en el desfile de la avenida Grau, ahí donde esperé el segundo ómnibus que me trajo a Chucuito.

Ese jueves me desperté antes de que el gallo cantase; eran las cuatro de la madrugada. Apresurado me dirigí al baño, encendí las luces y me miré al espejo. En ese todavía no asimilaba por completo haber cumplido dieciocho años; ya era un adulto ante la sociedad y un ciudadano para las leyes peruanas. Después de mirarme al espejo, saqué un poco de agua del cilindro. Me lavé los dientes y llené agua en un balde para bañarme. Apresurado, terminé de bañarme con esa agua fría que entumeció mi cuerpo.

Antes de salir, volví a mirar el reloj; faltaban veinte minutos para las cinco de la mañana. Miré por la ventana, entre la neblina apenas se vieron las luces de los postes. Fui a mi habitación y me puse una casaca de color negro. Rogando a Dios que no me pasase nada, esperé unos minutos el ómnibus que me llevaría hasta el centro de Lima. Subí en medio de esa hilera de hombres que madrugaban para ir a su trabajo y logré sentarme en la parte de atrás. El cobrador de manos mugrosas llegó a mi asiento y no demoré en entregarle un par de monedas.

Cuando bajé en la avenida Grau, ya había amanecido por completo. El cobrador de otro bus, en medio del frío reinante, gritaba: “¡Directo, directo, directo! ¡La Punta, Callao, La Punta, La Punta! ..." Subí abriéndome paso entre tanta gente. Al bajar en La Punta, vi que no era el único que avanzaba a paso ligero. Un marinero de uniforme impecable y fusil al pecho, que resguardaba el portón del local, gritaba: “¡Apúrense todos, carajo! ¡La formación es por grupos y en filas de cuatro! ¡Rápido!” ... Los muchachos se atolondraban sin saber en qué grupo iban a formar. El marinero, desde el portón, donde estaba de guardia, se desgañitaba diciendo: “¡Formen en filas de cuatro! ¡Formen en grupos y en filas de cuatro, carajo!” ... Volví la mirada hacia el portón y distinguí el ancla de color blanco, y unas letras dispuestas en forma circular que decían:

—En ese momento de desorden, ¿dónde estabas, promo? ¿En qué grupo se forma? Recuerdo que había varios grupos en la explanada. Yo formé en el que después se llamó compañía Bravo.

—Yo, en el grupo Delta, pero después me pasó a la compañía Bravo —dijo Gonzalo—. Ese día calculo que había unos cuatrocientos jóvenes formados en la explanada. El piso asfaltado estaba mojado por la lluvia que habia caido en la noche; unos marineros salieron de una oficina y después de saludar nos dijeron en voz alta: “¡Atención! ¡Descanso! ¡Escuchen, señores! La orden es formar cuatro batallones en filas de cuatro. ¡Rápido, carajo!”

Luego comenzarán a caminar alrededor de los grupos de jóvenes, ayudando a formar cuatro batallones. Todos formamos tratando de quedar ordenados de la mejor manera. A unos para entregarle su libreta militar ya otros para llevars a hacer servicio militar obligatorio.

—¿Te acuerdas, cuando esa misma mañana llegó un hombre uniformado de pantalón negro, con quepí, camisa blanca y una chaqueta abierta con botones dorados y en las hombreras llevaba unos galones prendidos? Iba con un palo en la mano. Después de saludar empezó a caminar con pasos lentos por entre el batallón de jóvenes diciendo: “¡A quién toque con el palo, formará en la parte lateral derecha!” Todos permanecíamos inmóviles y empezamos a tocar a los que se veían sanos y altos, porque solo mirando decía: “¡Tú!... forma al costado. ¡Tú!... vete a formar al lado”. Así pasó hasta llegar a donde yo estaba. Me miró y dijo: ¿Tú?... Buena talla. ¡Vete al grupo de la derecha!” Pase rapidamente antes de que me golpee en la espalda. Y así continuó por entre los grupos, hasta que llegó a seleccionar un batallón de aproximadamente trescientos jóvenes. ¿Te acuerdas? Finalmente, se acercó al grupo conformado por los de baja estatura o que tenían alguna deficiencia física y les dijo: “¡Ustedes, porquerías, no sirven para nada!... Como son inútiles pa' la patria, y como a toda porquería se la bota, en la parte exterior de la puerta hay una hoja. ¡Se fijan la fecha que tienen que regresar a recoger su libreta militar y se largan! Cuento cinco y desaparecen de mi vista. ¡Rápido, carajo!

(Fragmento) 


Julio Goicochea Zamora





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