Si
se despierta, nos mata
Cuentan
los primeros pobladores, que el cono sur de Lima era un inmenso manto de dunas
infinitas; algunos dicen incluso que, si uno se detenía a contemplar, los ojos
se les irritaban y nunca terminaba de ver el horizonte. El arenal se extendía
desafiante y silencioso. Allí, una mañana de invierno, Mariana llegó junto a su
madre y su hermano Juancho. Apenas bajó del destartalado ómnibus, levantó la
mirada y quedó impresionada por la cantidad de casitas de cuatro esteras con
banderas amarradas en palos de escoba, resistiendo al viento y a una llovizna
que no parecía mojar, pero mojaba.
—¿Acaso
aquí no crecen los eucaliptos? —se preguntó a sí misma. Un sin número de
preguntas llenaron su mente y algunos temores se apoderaron de su ser. Mariana,
llena de dudas, decidió permanecer junto a su madre, quien sabiendo quizá que
la vida sería dura, había preferido huir y arriesgarse a vivir lejos para no
recibir más golpizas del padre de sus hijos.
—¡Aquí
la vida será diferente! ¡Dura, pero no te maltratará más ese hombre! —le había
dicho a su madre un pariente suyo, motivándola y dejándola vivir por un tiempo
en su casita de esteras, plásticos y calaminas.
Al
recordar lo que había dejado en su pueblo y al borde de las lágrimas, su madre
tuvo que resignarse; sería bueno, pensó, iniciar aquí una nueva vida. Entonces,
como si surgiera de la oscuridad en la lejanía, sintió alivio y algo de
consuelo en medio de la incertidumbre; de esa forma, decidió que era momento de
empezar.
Entre
ráfagas de viento que arrastraban susurros y arena, Mariana preguntó:
—¡Mamá!,
¿abandonamos a papá para siempre?
Habían
pasado ya tres semanas desde que llegaron y Mariana no dejaba de pensar en su
padre, sus recuerdos la perseguían cual nubes grises amenazantes en el cielo de
la ciudad.
Enfrentarse
a la vida no sería tan fácil para ellos; tendrían que salir a ganársela a como
dé lugar.
Por
la mañana, cuando su madre salía a trabajar nada más empezado el día, Mariana
se alistaba para salir a vender.
—¡Apúrate,
Bobby, come rápido! ¿O quieres quedarte encerrado? —le decía Mariana al perro,
que permanecía sentado, con la mirada atenta, esperando ver caer algún pedazo
de pan de la mesa.
Apresurada,
terminó su desayuno, lavó su taza y salió al patio, donde se sentó sobre un
ladrillo carcomido por el salitre y se lavó los pies. Lavó también sus
sandalias con detergente para que se vean nuevas, sin importarle lo gastadas
que se veían. Alistó su bolsa con caramelos y ensayó un par de canciones
aprendidas la noche anterior, para deleitar al público en los pasillos de los
micros. Caminó hasta llegar al paradero, sintiendo pena por su perro, y esperó
que llegue un ómnibus para subir.
Una
vez arriba, empezó saludando:
—¡Señores
pasajeros, tengan ustedes muy buenos y cordiales días! Quien les saluda, es una
niña estudiante y trabajadora a la vez. Día a día, subo a los carros para
ganarme la vida de esta manera, mi mamá trabaja lavando ropa, mi hermano sale a
trabajar en no sé qué. Mi padre…, no sé nada de él. Trabajaba de carpintero,
pero ya no vive con nosotros desde que se quedó en Huancayo, extraño cuando
jugábamos con la pelota y me compraba algodón dulce los domingos, en el
mercado.
A
Lima llegamos escapando de él. Una noche, mi papá llegó borracho a mi casa y
empezó a golpear con patadas y puñetes a mi madre, hasta dejarla tirada en el
suelo; entonces ella, limpiándose las lágrimas y la sangre que corría por su
frente, esperó que él se quedara dormido, agarró su chompa y salió despacito.
Al verla perderse por la esquina, corrí tras ella cayéndome y levantándome en
las acequias y le pregunté entre lágrimas, adónde se iba y que por favor no me
dejase. Mi madre me esperó y, jalándome de la mano, me dijo: ¡Apúrate, vámonos,
antes que tu padre se despierte y nos mate! ¡Espérame, mamita, iré a llamar a
mi hermano! ¡Él está llorando en su cama!, le dije. Volví apresurada, limpiándome
las lágrimas, y despacito le dije a mi hermano: Juancho, mi mamá nos está
esperando en la esquina, ¡vámonos, zonzo! ¡Apúrate!... Apresurado, se puso sus
zapatos y los dos corrimos tras mi madre. Sentía miedo y pena. Miedo de que mi
padre se despertase y mate a mi madre, y pena porque se quedaría solito,
durmiendo en el suelo. Sin importar el cansancio, los tres corrimos hasta
llegar a la pista por donde pasaban los carros a Lima, y, sin pensarlo dos
veces, subimos al primer ómnibus. Cuando el bus inició su marcha y aún no
habíamos logrado acomodarnos, quise decirle al chófer que por favor parase para
bajar; sentía pena por mi papá, pero mi miedo fue más grande. Ya había oído
decir a mi madre: ¡Si se despierta, nos sigue y nos mata!, y ese miedo acababa confundiéndome.
Así
llegamos a Lima. Al principio todo me daba miedo, pensaba que los carros me
llevarían a cualquier lado y me dejarían perdida en la ciudad, pero ya me estoy
acostumbrando. Ya no me pierdo.
No
sé nada de mi padre. Mi mamá dice que ya tiene otra mujer y una hija, y seguro
que la quiere más a ella que a mí. No me importa, no me gustaba cuando agredía
a mi madre, y eso creo que hizo que deje de quererlo.
Pero…
¡Señores pasajeros!, no he venido a contarles mi vida, tampoco he venido con
las manos vacías. He traído estos deliciosos caramelos con sabor a fruta, a
veinte centavos y tres por cincuenta. ¡No me ignore!, ¡levánteme la moral,
siquiera con uno!, y pasó ofreciéndolos a cada pasajero. Luego, aprovechando el
semáforo en rojo, bajó del micro, eligió al azar otro y subió apresurada, donde
a veces repetía lo mismo y otras cantaba a voz en cuello:
Chófercito
carretero, llévame llévame lejos
siento
que me desespero, si lo llamo y no viene…
Así pasaba sus días Mariana; de micro en micro. Cuantas veces sus ojos se llenaban de lágrimas al no poder vender nada entre la multitud que se aglomeraba en los paraderos de los carros, que pasaban ignorando sus ruegos para abordarlos. No obstante, logró conocer el Centro de Lima y la plaza Grau, donde abundan lustrabotas y niños callejeros. Desde esos lugares peligrosos, regresaba a su casa, con días donde las ventas eran a medias y otros regulares.
Cuando
llegó abril, mes en el que empezaban las clases en las escuelas públicas,
Mariana se alegró mucho cuando su madre le contó que la había matriculado en la
escuela. El primer día, llegaron temprano. Las niñas venían riendo felices, de
la mano de su madre o padre, recibían un beso y pasaban. Su madre esperó a la
profesora. Al verla, la saludó y le dijo:
—¡Profesora!
Mi niña es nueva. ¿Usted cree que se acostumbrará en su salón? ¡Recién hemos
venido de Huancayo, Junín! Apenas he podido comprarle su uniforme, un cuaderno
y escribirlo en el comedor Virgen de Cocharcas. ¿Se acostumbrará, profesora?...
Porque si no se acostumbra, ¡que siga ayudándome! Vende muy bien sus caramelos
en los carros.
—Sí,
señora, a toda niña le gusta la escuela, ¡déjela nomás! No se preocupe, se
acostumbrará.
La
mujer le hizo una seña para que pase el umbral del portón. Mariana agachó la
mirada y avanzó por el patio, oyendo la bulla de los muchachos que se volvían a
encontrar.
Así
pasaba sus días Mariana, sobreviviendo entre los fantasmas de su pasado, sin
importarle que fuera callada o a veces se quedara pensativa como buscando una
luz de alegría. Al finalizar el año escolar, Mariana sorprendió a todos: logró
ser la primera en su promedio de notas; aunque, pensaba ella, no sé si logre
continuar, tal vez el próximo año nos vayamos a vivir a otro lugar, y ahí será
otra escuela, otros desafíos y, quizás, otros microbuses donde pueda vender
muchos más caramelos.
Si se despierta, nos mata | Un
cuento de: Julio Goicochea Zamora
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