Llamados bajo el crepĂșsculo

 









PucarĂĄ era una comunidad por donde pasaba un caudaloso rĂ­o que regaba extensos valles frutales, huertos de una variedad de hortalizas, chacras de coca y haciendo funcionar a un antiguo molino de piedra. Desde la carretera, se veĂ­a el techo rojo del molino y alrededor los nogales cercando los huertos y los sauces de donde colgaban nidos de guardacaballos y conos de hormigas que se alimentaban del mismo. En ese lugar, todo aquel que llevaba sus granos, podĂ­a contemplar entre la corriente de ese bullicioso rĂ­o la belleza de enormes piedras ovaladas como huevos gigantes, del sonido del agua y el viento en las ramas de los nogales. Sin embargo, muchos de sus habitantes decĂ­an que, al caer la tarde, escuchaban voces quejumbrosas, llamados mencionando su nombre sin saber de dĂłnde salĂ­an. TambiĂ©n cada vez mĂĄs venĂ­an sufriendo la pĂ©rdida de sus equinos, los que amanecĂ­an con el lomo mordido y otros muertos chupados hasta la Ășltima gota de sangre por algĂșn ser que no sabĂ­an quĂ© era. Algunos comuneros decĂ­an que el hombre que vivĂ­a en el molino se convertĂ­a en vampiro y salĂ­a por las noches en busca de sangre, mordiendo a todo animal que encontrara fuera de su redil. Otros decĂ­an que el dios Yacuruna recogĂ­a esas enormes piedras, las sumergĂ­a en las profundidades del agua hasta darle forma de huevo con sus manos y las dejaba entre las rocas, en la orilla del rĂ­o.

Sin tomarle importancia y lejos de asustarse con tantas versiones, creyendo que muchos se dejaban llevar placenteramente por su imaginaciĂłn, el comunero Macario Silva dijo:

—¡Todas estas historias son producto de alucinaciones de los que no soportan pasar por ese lugar!

Meses despuĂ©s, una noche de luna llena, a las tres de la mañana, Macario Silva llevĂł a su yunta de bueyes para que coman todo el pasto que pudieran. Tras llegar al lugar donde se alzaban esos pastizales, a esa hora de la noche, solo las lechuzas gritaban de rato en rato y volaban hasta perderse en las orillas de rĂ­o. Ante el frĂ­o de la madrugada y esperando que sus bueyes se llenen con ese fresco pasto, se sentĂł cĂłmodamente y abrigĂł con su poncho. Cuando estaba cabeceando, a una cierta distancia escuchĂł como si una piedra se derrumbara, y entre el chirrido de los grillos y titilo de las luciĂ©rnagas, escuchĂł decir: ¡Aay, aay…!

Macario se puso de pie y miró qué sucedía. No logró ver nada. Bajo esa densa oscuridad se sentó y se abrigó nuevamente queriendo dormir siquiera un ratito mås, pero apenas estaba cerrando los ojos, volvió a escuchar los mismos gritos y esta vez mås fuerte.

Asustado, se levantĂł, arreĂł sus animales y caminĂł apresurado pensando que quizĂĄ era el dueño del pasto o algĂșn abigeo que se acercaba cautelosamente entre las hojarascas. Cuando estaba a punto de salir por entre unos naranjos, pudo contemplar una luz mortecina que avanzaba hacia Ă©l y a la vez escuchĂł decir:

—¡Macario, Macario, espĂ©rame…!

Al oĂ­r su nombre y el ruido que venĂ­a tras Ă©l, sus piernas bailotearon sin saber quĂ© hacer. “¡Dios santo!”, susurrĂł temblando de miedo. Dejando sus animales corriĂł desesperado por un tupido camino sin importarle si era peligroso. Cuando estaba a punto de llegar a una trocha carrozable, volteĂł, y vio un cuerpo totalmente blanco que se le acercaba; su rostro parecĂ­a esculpido en hueso, sus manos ocultas como si escondiera algo para atacarlo. Macario quedĂł pasmado de miedo, su corazĂłn latiĂł agitado y su cuerpo se adormeciĂł. El lugar era inhĂłspito, solo grillos se oĂ­an por todas partes bajo ese aire frĂ­o que golpeaba su rostro. Sin saber quĂ© hacer, corriĂł y subiĂł a un grueso ĂĄrbol de donde volviĂł a escuchar:

—¡Macario, no huyas! ¡Baja de ahĂ­, tu sangre me pertenece…!

ContinĂșa...


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