La felicidad está en otra parte

 


PRIMERA PARTE

UNO

La felicidad está en otra parte

El sol abrigaba la mañana mientras Ceferino Olmedo enjaezaba los caballos, y Justina Chávez, de vestido azul, haciendo juego con el color del cielo, se alistaba para ir al pueblo. Apenas estuvieron listos, Justina subió al alazán más manso.

—¿Nos vamos?

Avanzó por el camino empedrado, seguida por Ceferino, quien acicateaba a su caballo para no quedarse rezagado. Sus pies, bien puestos en los estribos de la montura con ribetes y broches plateados, de rato en rato hincaban a la bestia. Los dos conversaban sobre lo que irían a comprar ese día, de los trabajos pendientes y del cuidado de sus animales. A los lados del camino, se levantaban casas con tejados humeantes de donde salía un bullicio de niños riendo. Saludar a los conocidos que encontraban en el camino les hacía el viaje más entretenido y jubiloso, sobre todo al subir esa zigzagueante cuesta donde solo se escuchaba el resuello impetuoso de sus caballos.

Cuando llegaron al pueblo, el blanco de las casas coloniales, con balcones azules, era realzado por el sol radiante de la mañana. Avanzaron por el empedrado hasta llegar al mercado donde adquirieron algunos productos. Después de las compras, Ceferino fue a buscar golosinas para sus hijos.

Corrían los últimos días de enero, tiempo en que la lluvia sorprendía en cualquier momento, y muy cerca del mes en que se celebraban los carnavales. Ese domingo, en las tiendas del pueblo, Ceferino había visto que ya exhibían globos, coloridas máscaras, rollos de serpentinas, picapicas de colores, talco en paquetitos y chisguetes de agua de diferentes formas para los muchachos. «¡Lo que podría comprar para mis hijos!», pensó Ceferino, emocionándose como si fuera un niño, mientras ingresó en un bazar.

Después de comprar caramelos y panes para sus hijos, avanzó entreteniéndose con todo lo que pudo ver, contagiándose con una tonada de carnaval que, a todo volumen, alegraba a un grupo de hombres que alzaba vasos de chicha bajo ese sol candente de inicios de la tarde.

Emocionado, avanzó bajo la sombra de los balcones y tejados, para alcanzar a Justina, quien lo esperaba con las alforjas llenas de todo lo que habían comprado ese domingo. Al caer la tarde, acomodaron su equipaje en los caballos y emprendieron el regreso, junto a comuneros que hacían lo mismo, entre conversaciones, bromas y despedidas de viejos amigos al tomar otro camino.

Ceferino llevaba su alforja llena, y por separado un galón con kerosene para el lamparín, que alumbraba las oscuras noches de la semana. En la canasta ovalada de Justina, reposaban chirimoyas, nísperos, limas y panecitos de maíz, para repartir entre sus hijos.

Ese domingo, después de haber llegado del pueblo y escuchar música en su radio National, Ceferino parpadeó con fuerza, como si aquella tonada que oía impregnara su alma de recuerdos. Fue a su habitación, sacó una talega con coca y se sentó en el tablón que hacía de banca. Empezó a chacchar hoja tras hoja, diciéndole a su mujer: «Justina, ¿qué tal si este año celebramos los carnavales? ¡Hagamos una fiesta! ¿Quién sabe si más adelante la muerte nos sorprenda y se acabe todo? ¡Celebremos los carnavales, mujer! ¡Quizás al otro año ya no lleguemos vivos!».

Justina lo miró con ojos pantanosos y quedó en silencio.

Tras aquel intento de convencimiento, llegó el día tan esperado. Antes de que el sol saliera tras esos solitarios y verdes cerros, Julián pudo ver, desde el patio de su casa, que una mujer venía avanzando apresuradamente por el zigzagueante camino desde Tahúan, y a otras dos se acercaban desde la ruta de Sendamal. Todas estaban cubiertas con sus pañolones para amortiguar el frío de la mañana. Los perros, alarmados al sentir que gente extraña llegaba a la casa, empezaron a ladrar con amagos de atacar.

Justina, alegrándose, salió por el patio cubierto de grama a recibir a las mujeres. Las había invitado personalmente para que ese día se encargaran de la cocina.

—¡Buenos días, doña Justina! ¡A ver, ya llegué! —dijo una de las mujeres con inocente sonrisa.

—¡Llega, hermanita, llega! —replicó Justina, y resondró a los perros para que se calmaran y dejasen de ladrar.

Poco después llegaron las otras dos mujeres que venían de Sendamal.

—¡Buenos días, ‘ña Justina! ¡A ver, ya estamos por acá! Venimos por la invitación de don Ceferino.

—Por favor, ¡lleguen, comadritas, lleguen! —les contestó Justina al ver a las mujeres acercarse por el patio de la casa.

—¡Pensábamos que ya sería tarde! —bromearon las mujeres.

—¡Todavía, comadrita! —contestó Justina— ¡Llegue uste’ nomás, llegue uste’!

Al ver que las mujeres retrocedían ante los ladridos, volvió a resondrar a los perros, sosteniendo en una mano un palo.

—¡Cómo pue está uste’! ¿Biencito? —preguntó una de las mujeres.

—¡Sí, estamos bien, gracias a Dios! —contestó Justina acomodando la banca para que tomasen asiento.

Sacó tres platos de caldo verde con papas y huevo, y las invitó a servirse. Alegres, las mujeres disfrutaron del humeante y aromático caldo, acompañado de mote bien cocido.

Después de aquel banquete, Justina sacó papas de un costal, y las mujeres, solícitas, sacaron cuchillos y de inmediato se pusieron a pelarlas para preparar la comida de ese día. Todas las papas eran puestas dentro de una batea con agua a la mitad. Otra de las mujeres alistó los fogones, llenándolos de leña y prendiéndole fuego para poner los peroles.

—Uno es para cocinar el trigo; los otros dos, para el picante de papa. El mediano, para las frituras, comadrita —dijo, con gestos de ajetreada, la empeñosa mujer cuyo rostro lucía sudoroso.

En la despensa hervía roja chica con aroma embriagador. El sol había salido por completo esa mañana y de a pocos llegaban los invitados. La casa empezó a llenarse de adultos y niños que habían llegado a ayudar y a disfrutar de la fiesta.

Dieron las diez de la mañana y, sin darse cuenta, la fiesta ya había empezado. Bajo la fragancia de los eucaliptos cercanos, el alar y el patio estaban llenos de gente. Reían y tomaban chicha, otros bebían cañazo y chacchaban coca, agitando el calero entre conversaciones de aventuras pasadas. En ese ajetreo de abrazos, saludos y recibimientos, un muchacho preguntó:

—Tío Ceferino, ¿tiene una botellita de cañazo para nosotros?

—¡Por favor, hijo, sírvete del porongo! —contestó Ceferino, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

Había comprado en Celendín dos docenas de cohetes, seis galones de cañazo y cinco docenas de pilas National, para el tocadiscos, que en ese momento sonaba a todo volumen. Un tema de Los Pachachacas de Cutervo animaba el ambiente.

El muchacho sacó una botella de cañazo y empezó a servir copitas a los asistentes. Las mujeres se demoraban en tomar, pero los hombres bebían todo de un solo trago, diciendo entre bromas: «¡Sírveme otra copita más, hermano!».

La unsha estaba plantada y adornada con globos, serpentinas de colores y conos de chancaca. En diversas bolsitas colgaban frutas y golosinas, panes de maíz, máscara del Ño Carnavalón. Un gallo amarrado en una canasta se hallaba en la parte más alta de la unsha, y junto al premio mayor, flameaba un banderín bicolor.

Algunos hombres, ya mareados, se quitaban el poncho y salían a bailar, diciéndole a Ceferino, entre broma y broma:

—¡Sube el volumen del tocadiscos, para bailar con más gusto, hermano!

Ceferino, subía el volumen. En medio de la algarabía y el fondo musical, un hombre con tizón en mano encendía los cohetes y se retiraba. Oyéndose el ruido en el cielo, quedaba solo el humo como señal de que ahí había reventado el pirotécnico.

—¡Vamos tras el cuete! —decían los muchachos y salían corriendo por el huerto, mirando el azul del cielo para ver dónde caía y recogerlo.

Al volver, llegaban con los carrizos, papeles, pitas y pólvora hallados entre las hierbas.

Siguiendo la algarabía de cantos y bailes, pusieron un disco de carnavales. Un muchacho, botella en mano, salió a bailar alrededor de la unsha, cantando:

Yo siempre quise cantar,

dejando mi tristeza a un lado,

y si es que ahora lo estoy haciendo,

es porque me estoy alegrando.

Cantando recuerdo mis penas,

que he vivido desde muchacho,

pero no hay que ponerse triste

por cosas que ya han pasado.

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