Mi casa está volviéndose balsa,
el aguacero cae sin tregua,
golpea el techo con furia de tambor,
y las paredes susurran su agonía.
El agua se cuela por las rendijas,
como un ladrón sigiloso y húmedo,
inunda los rincones,
y convierte el suelo en un espejo turbio.
Afuera, el cielo llora sin tregua,
los árboles se doblan bajo su peso,
y el viento aúlla como un lobo herido.
Ahora, floto en esta balsa improvisada,
entre recuerdos que se ahogan lentamente,
y pienso en el arca que nunca construí,
en esa tierra firme que ya no existe.
El aguacero no cesa,
y mi casa sigue a la deriva,
un refugio frágil en medio del diluvio,
donde el tiempo también se ha vuelto agua.
No obstante, ante este naufragio,
algo nuevo germina:
la esperanza de que, cuando amaine todo,
encontraré un mundo lavado,
renacido,
y, yo, listo para sembrar de nuevo.
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