YEYU

 

YEYU


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“Vamos hijo, ya vamos a llegar”, dijo Noemí palmoteándole el hombro a Yeyu. El pequeño, aún somnoliento, con el sol de la tarde que le daba de lleno en el rostro, miró a través de la ventana. El bus avanzaba a velocidad por la Panamericana Norte. Yeyu quiso seguir mirando esa parte de la ciudad que no conocía. Pero al ver que su madre se levantaba, la tomó rápidamente de la mano. Noemí, lliclla al hombro y costal de rafia en la otra mano, avanzó por el pasillo. Seguía a Álvaro que se abría paso entre los pasajeros, quienes no dudaban en lanzar codazos y empujones al sentir la pesada mochila que sostenía con firmeza.

—Los que bajan en Fiori, vayan avanzando —exclamó el cobrador de camisa holgada y rostro brilloso.

Uno a uno los pasajeros fueron bajando en el paradero. Al posar sus pies sobre la acera, el pequeño levantó la mirada. El enrejado metálico del terminal terrestre de Fiori dejaba ver decenas de buses interprovinciales que parecían gigantescas y coloridas orugas con ruedas. Álvaro, a la delantera, esquivaba a los jaladores que se acercaban diciendo: “Chiclayo, Trujillo, ¿a dónde vas amigo?” Noemí lo seguía de cerca; avanzaba medio encorvada, debido al peso de Taylor que iba sujetado a la lliclla. Luego de avanzar un breve trecho, otro jalador se interpuso en el camino y animó a Álvaro a comprar pasajes. La enorme cicatriz que tenía el hombre a la altura de la mejilla le daba un aspecto fiero. Mostrando una sonrisa desdentada, pregonó con voz aguardentosa.

—Es bus de dos pisos, hermanito, tiene baño y ponen película a bordo; todo por treinta solcitos nomás; hasta Chiclayo directo. Apúrate porque ya está casi lleno y va a salir.

Álvaro lo escuchó atento. El jalador finalmente los condujo hacia el carril donde aparcaba el bus. Tal como había dicho, el bus interprovincial era de dos pisos, tenía lunas amplias y espejos laterales que sobresalían como antenas, haciéndolo lucir como un insecto enorme y multicolor. Álvaro, ante la insistencia del jalador y al ver que el bus estaba casi lleno, compró los boletos. Yeyu, siguiendo a su madre, subió por los escalones de metal que los condujeron al segundo piso del bus. La mayoría de asientos estaban ocupados. Álvaro, siempre a la delantera, trataba de ubicar los asientos. De pronto, casi para llegar a la última hilera, se detuvo.

—Acá es —dijo.

Noemí ocupó el asiento al lado de la ventana, y empezó a arrullar a Taylor. Álvaro se recostó en el asiento que daba al pasillo. Yeyu, sin saber qué hacer, se quedó pensativo, haciéndose a la idea de permanecer parado en el pasadizo hasta llegar a Chiclayo.

—Noemí, dale el ticket a tu hijo —dijo Álvaro con rostro serio.

         —Hey, Yeyu, te vas al fondo. Asiento al lado de la ventana. Acá está el número —dijo su madre entregándole el ticket.

En el rostro del pequeño se dibujó una sonrisa; estar al lado de la ventana significaba una sola cosa: ver todo el paisaje que se extendía a un lado de la carretera. Sin embargo, al llegar a la penúltima hilera de asientos, un gordo de rostro hinchado y bigote espeso con forma de herradura ocupaba su lugar.

—Señor, está ocupando mi sitio —dijo mostrándole el boleto.

El gordo, cruzándose de brazos, empezó a mirar por la ventana haciéndose el desentendido. Enarcando las cejas, Yeyu volvió sobre sus pasos.

—Hay un señor en mi asiento —le dijo a Álvaro.

Álvaro lanzó un bostezo y, señalando a Noemí, exclamó.

—Dile a tu madre.

Yeyu pensó que su madre se iría a enfadar con él, por no saber defender su sitio; pero Noemí, dejándole el bebé a Álvaro, se levantó en silencio. Tomándolo de la mano avanzaron por el pasadizo hasta arribar a la penúltima hilera de asientos; el gordo, entrecerrando los ojos, parecía dormitar. Noemí, enarcando las cejas, exclamó.

—¡Oiga señor, mi hijo tiene asiento al lado de la ventana, ocupe su lugar!

El gordo empezó a roncar, haciéndose el dormido. Noemí, enfurecida, zarandeó ese rechoncho hombro. El hombre abrió los ojos como si recién despertara.

—Ea, señora; ¿qué le pasa?, ¿qué quiere?

Noemí con ojos desbordados por la cólera, exclamó.

—Señor, acá tengo el boleto y mi hijo debe estar sentado donde usted está.

—¿Y eso es todo? —dijo el gordo haciéndose a un lado.

Noemí, al ver que Yeyu ocupaba el asiento al lado de la ventana, se retiró presurosa. El gordo la miró de soslayo y empezó a murmurar, como si lanzara maldiciones contra ella. Yeyu, ajeno a lo que pensaba su rechoncho vecino, quiso reclinar el asiento.

—Tira de la palanca que está al costado —dijo el gordo.

Yeyu apenas si tuvo fuerzas para jalar la pequeña palanca. El asiento se reclinó de golpe y apenas pudo ver la vieja televisión empotrada, donde irían a proyectar horas más tarde una película. Los pasajeros iban llegando; pero, contrario a lo que pensaba, el bus salió del terminal luego de casi una hora de espera. A un lado de la amplia carretera Panamericana Norte se extendían negocios y centros comerciales que luego de un largo trecho dieron pase a miles de casas ubicadas en los arenales, desperdigados en la periferia de la ciudad que dejaba.


II

Yeyu

Yeyu

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