Los viernes llegaba a casa casi siempre al caer la tarde. En la altura de los cerros, el camión avanzaba lentamente por la zigzagueante trocha por donde, después de cuatro horas de trayecto, podía ver la comunidad abajo entre dos ríos. Por la ventana todo se veía normal, como cualquier otro día que pasa en esa comuna, donde, desde su creación un 12 de enero de 1936, nunca se oyó una mala noticia ni se vio un mal presagio. El clima de una estación otoñal mostraba una sensación de calma. Faltando poco para llegar pude ver una anciana, que apoyándose en su bastón, avanzaba por un angosto camino, intentando alcanzar al camión para que la lleve seguramente sabe dios dónde.
«Se parece a mi abuela», me dije. Ella era fuerte como un roble, hasta el final de sus días nunca dejó de venir a vernos los sábados. Nos traía naranjas, limas o cualquier fruta que daba en su huerto. Siempre me engrió. Fui su preferido entre mis hermanos, y eso lo llevaba grabado en mi mente.
Cuando bajé del camión, la sombra de los árboles se alargaba con la caída del sol. Avancé por un angosto camino para llegar a mi casa y cuando estaba cerca, volví a ver a la anciana sentada en un poyo bajo la sombra de un eucalipto. Me apresuré con intenciones de ayudarla y saber quién era, pero al llegar al lugar no había nadie. «Qué extraño, ¿tan rápido caminó?», me dije. No había huellas que alguien estuvo ahí. Miré alrededor, solo el aire movía las ramas de los árboles que se alzaban junto al camino. Nunca había sentido miedo por nada, pero en ese momento tuve una sensación inexplicable. Me acordé lo que decía mi abuela: «Cuando te encuentres con algún ser extraño, pásate un ajo en cruz por tu frente y sigue sin voltear, así el diablo se alejará de ti». Pero esa tarde, nada más que persignándome tres veces, seguí mi camino y al llegar a mi casa, les conté a mis padres todo lo que vi.
—No puede ser, el alma de tu abuela está en el cielo —dijo mi padre.
—Papá, la he visto con mis propios ojos y te juro que parecía ser mi abuela. ¿O fue un fantasma?
—La emoción de llegar a casa, quizá confundiste la sombra del árbol con tu abuela. Los fantasmas no existen —me contestó, minimizando lo que acababa de decirle.
Con esa respuesta tranquilizadora, traté de olvidar lo sucedido. Desde esa vez, por donde iba, sentía que alguien avanzaba tras de mí. Una vez, con el rabillo de mi ojo, llegué a ver la sombra de una mujer, y cuando volteé a saludarla, no había nadie. Otra vez, mientras avanzaba a la escuela, escuché que alguien me llamó con voz susurrante de la chacra de maíz: ¡Manuel! ¡Manuel!... Fui a ver quién era, no había nadie. Solo una rata corrió por entre el maizal, dejándome el corazón latiendo a mil por hora. Ese día, esperando no volver a oír ese llamado, proseguí mi marcha y le conté a mi madre sospechando que había sido un fantasma. Ella me dio una bolsita de tela, echó alcanfor, ajo y varias hojas de coca y dijo:
—Llévalo en tu bolsillo, es muy bueno para alejar a los malos espíritus. —Así lo hice. Pero una mañana, yendo a mi escuela, vi a una muchacha con la cabeza gacha seguir con dirección al pozo de agua. Llamó mi atención por un momento, pero tuve que continuar para no llegar tarde. Más allá, al encontrarme con mis compañeros, pregunté quién era la chica. Nadie había visto nada. Cuando le conté a mi madre lo que había visto, ella se quedó callada y me contestó:
—Seguro el alma de Domitila Chaupe está penando. Está muy enferma, y dicen que en cualquier momento se muere. —En ese momento mi cuerpo tembló junto a mis recuerdos y ese miedo empozado en mi alma pareció ahogarme. Toda mi alegría fue reemplazada por el miedo.
Macúl quedaba lejos de otras comunidades, siempre fue tranquila. Ahí jugaba hasta cansarme con mis hermanos, pero una tarde apenas se ocultó el sol, se oyó el aullido del zorro muy cerca de la casa de Domitila Chaupe, y los gritos de las lechuzas parecieron quejidos.
—¿Oyen esos aullidos? Seguro el alma de Domitila está sufriendo por todo lo que ha hecho —dijo mi madre.
De niño siempre me pregunté por qué doña Domitila Chaupe colgaba en la puerta de su casa un zorrillo embalsamado, varias lechuzas disecadas y una calavera en medio de su huerto. Esa noche llegué a saber. Ella era conocida por trabajar con la magia negra y hacer todo tipo de brujerías. Me enteré que a un tal Humberto Bolaños lo brujeó, convirtiendo su boca en pico de pájaro y los dedos de su mano se fueron pegando hasta quedarse como mano de vizcacha. Además, toda mujer a su edad sufría de alguna enfermedad crónica, en cambio, ella decía que, gracias a la carne de zorrillo con la que se alimentaba, gozaba de una magnífica vitalidad. Y era cierto, vivía sana, hasta que un día martes, bajo el sol candente, empezó a sorprender el aguacero. «Iré a recoger agua, antes que la lluvia caiga más fuerte», dijo. Cuando se iba al pozo, se detuvo un instante al ver a un niño albino jugar con el agua. Apresurada fue a ayudarlo. Cuando faltaban pocos metros para llegar, pudo ver cómo la criatura se lanzó al pozo y el agua empezó a borbotear como si estuviera hirviendo. Ella pensó: «Se está ahogando». No llegó a ver nada. Ante esa llovizna y asustada por lo sucedido, se volvió sin recoger agua. Cuando estaba llegando a su casa, un relámpago alumbró como si se incendiara el cielo, los truenos parecieron retumbar los cerros y una tormenta de aguacero cubrió todo. A causa de ese susto, Domitila Chaupe se desmayó y no se repuso durante la tormenta que duró casi toda la noche, y desde esa vez contrajo una dolencia en el cuerpo que nunca más pudo levantarse de su cama.
«Se parece a mi abuela», me dije. Ella era fuerte como un roble, hasta el final de sus días nunca dejó de venir a vernos los sábados. Nos traía naranjas, limas o cualquier fruta que daba en su huerto. Siempre me engrió. Fui su preferido entre mis hermanos, y eso lo llevaba grabado en mi mente.
Cuando bajé del camión, la sombra de los árboles se alargaba con la caída del sol. Avancé por un angosto camino para llegar a mi casa y cuando estaba cerca, volví a ver a la anciana sentada en un poyo bajo la sombra de un eucalipto. Me apresuré con intenciones de ayudarla y saber quién era, pero al llegar al lugar no había nadie. «Qué extraño, ¿tan rápido caminó?», me dije. No había huellas que alguien estuvo ahí. Miré alrededor, solo el aire movía las ramas de los árboles que se alzaban junto al camino. Nunca había sentido miedo por nada, pero en ese momento tuve una sensación inexplicable. Me acordé lo que decía mi abuela: «Cuando te encuentres con algún ser extraño, pásate un ajo en cruz por tu frente y sigue sin voltear, así el diablo se alejará de ti». Pero esa tarde, nada más que persignándome tres veces, seguí mi camino y al llegar a mi casa, les conté a mis padres todo lo que vi.
—No puede ser, el alma de tu abuela está en el cielo —dijo mi padre.
—Papá, la he visto con mis propios ojos y te juro que parecía ser mi abuela. ¿O fue un fantasma?
—La emoción de llegar a casa, quizá confundiste la sombra del árbol con tu abuela. Los fantasmas no existen —me contestó, minimizando lo que acababa de decirle.
Con esa respuesta tranquilizadora, traté de olvidar lo sucedido. Desde esa vez, por donde iba, sentía que alguien avanzaba tras de mí. Una vez, con el rabillo de mi ojo, llegué a ver la sombra de una mujer, y cuando volteé a saludarla, no había nadie. Otra vez, mientras avanzaba a la escuela, escuché que alguien me llamó con voz susurrante de la chacra de maíz: ¡Manuel! ¡Manuel!... Fui a ver quién era, no había nadie. Solo una rata corrió por entre el maizal, dejándome el corazón latiendo a mil por hora. Ese día, esperando no volver a oír ese llamado, proseguí mi marcha y le conté a mi madre sospechando que había sido un fantasma. Ella me dio una bolsita de tela, echó alcanfor, ajo y varias hojas de coca y dijo:
—Llévalo en tu bolsillo, es muy bueno para alejar a los malos espíritus. —Así lo hice. Pero una mañana, yendo a mi escuela, vi a una muchacha con la cabeza gacha seguir con dirección al pozo de agua. Llamó mi atención por un momento, pero tuve que continuar para no llegar tarde. Más allá, al encontrarme con mis compañeros, pregunté quién era la chica. Nadie había visto nada. Cuando le conté a mi madre lo que había visto, ella se quedó callada y me contestó:
—Seguro el alma de Domitila Chaupe está penando. Está muy enferma, y dicen que en cualquier momento se muere. —En ese momento mi cuerpo tembló junto a mis recuerdos y ese miedo empozado en mi alma pareció ahogarme. Toda mi alegría fue reemplazada por el miedo.
Macúl quedaba lejos de otras comunidades, siempre fue tranquila. Ahí jugaba hasta cansarme con mis hermanos, pero una tarde apenas se ocultó el sol, se oyó el aullido del zorro muy cerca de la casa de Domitila Chaupe, y los gritos de las lechuzas parecieron quejidos.
—¿Oyen esos aullidos? Seguro el alma de Domitila está sufriendo por todo lo que ha hecho —dijo mi madre.
De niño siempre me pregunté por qué doña Domitila Chaupe colgaba en la puerta de su casa un zorrillo embalsamado, varias lechuzas disecadas y una calavera en medio de su huerto. Esa noche llegué a saber. Ella era conocida por trabajar con la magia negra y hacer todo tipo de brujerías. Me enteré que a un tal Humberto Bolaños lo brujeó, convirtiendo su boca en pico de pájaro y los dedos de su mano se fueron pegando hasta quedarse como mano de vizcacha. Además, toda mujer a su edad sufría de alguna enfermedad crónica, en cambio, ella decía que, gracias a la carne de zorrillo con la que se alimentaba, gozaba de una magnífica vitalidad. Y era cierto, vivía sana, hasta que un día martes, bajo el sol candente, empezó a sorprender el aguacero. «Iré a recoger agua, antes que la lluvia caiga más fuerte», dijo. Cuando se iba al pozo, se detuvo un instante al ver a un niño albino jugar con el agua. Apresurada fue a ayudarlo. Cuando faltaban pocos metros para llegar, pudo ver cómo la criatura se lanzó al pozo y el agua empezó a borbotear como si estuviera hirviendo. Ella pensó: «Se está ahogando». No llegó a ver nada. Ante esa llovizna y asustada por lo sucedido, se volvió sin recoger agua. Cuando estaba llegando a su casa, un relámpago alumbró como si se incendiara el cielo, los truenos parecieron retumbar los cerros y una tormenta de aguacero cubrió todo. A causa de ese susto, Domitila Chaupe se desmayó y no se repuso durante la tormenta que duró casi toda la noche, y desde esa vez contrajo una dolencia en el cuerpo que nunca más pudo levantarse de su cama.
(Fragmento)
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